Menuda estupidez


A veces quisiera morir. Así, sin más. Desvanecerme, huir, desaparecer, dejar de existir. 

Sin embargo, las ideas me corroen: ¿qué hay después de la muerte? ¿duele? ¿me iré al infierno? ¿existen un cielo y un infierno? Menuda pendejada. 

La sociedad nos ha enseñado a temerle a la muerte porque, ¡vivir es maravilloso!, según ellos. Maldita sea, ¿qué hay de los renegados que nos cansa la existencia misma? Carajo, cómo desearía que mi cerebro a veces se callara; qué cansado es sentir mi corazón latir. 

La realidad - mi realidad - es una constante lucha por no suicidarme cada mañana; es una constante lucha por salir de la cama. ¿Y todo para qué? Para que llegue un fulano a decirme que la vida es maravillosa y que debería estar feliz de poder estar viva un día más. ¿Estar viva un día más? Como yo veo las cosas, cada día que pasa me acerca más a la muerte. Entonces, ¿cómo quieres estar vivo cuando cada día tu cuerpo se atrofia más, tus vicios te corroen implacablemente, el sexo se vuelve monótono? Menuda estupidez. 

Si yo no me quiero sentir viva, no lo haré. Si yo quiero beber, comer, coger, dormir y tirarme a la autodestrucción masiva, lo haré. Si tomar actitudes insanas es disfrutar, y si puedo disfrutar de la corrupción de mi carne ¡a la mierda todo! lo voy a hacer gustosa. Si tener altos niveles de nicotina en mi sistema, me hace estar en paz y tranquila, ¿A qué tienen que venir fulanos - con un alto sentido de falsa moralidad - a indicarme que voy por mal camino? 

A mis veintiséis años, he descubierto que la línea que separa al bien del mal, es tan delgada y frágil que una simple pluma la puede destrozar. Así, como en este preciso instante. Así, como cada minuto que pasa. 


Muda

Te quería escribir un poema, pero la métrica y el número de sílabas me atrapan, no me dejan volar.
Las palabras no quieren rimar, las frases no logro acomodar, los pensamientos se comienzan a arremolinar.
Te quiero decir tantas cosas, sin embargo, las prefiero callar.


Te regalaría un diccionario y en él, resaltaría las palabras que me recuerden los momentos, los olores y las sensaciones que has grabado en mi alma y cuerpo.
Te regalaría una caja de lápices y en ella, destacaría todos los colores que evocan tu voz, que acentúan tus texturas y que de ti, dibujan un fragmento.


Te quisiera dar todas las nubes en el cielo,
y todas las estrellas del universo.
No eres un ser perfecto, no eres un ser ideal,
eres como el arte: inefable e intenso.


El arte no es hermoso y no está libre de defectos: el arte provoca, el arte mueve, el arte expresa y con eso quiero inundar todas mis mañanas.
Los lugares más bellos y recónditos del planeta no reflejan el misterio de tus ojos, la suavidad de tus manos y mucho menos, la textura de tus pestañas.


Las madrugadas, desde que te conozco, han sido motivo de ideas, de inspiración, de libertad y de plenitud.
La montaña de desastre que soy ha sido cubierta con tu polvo de estrellas y su quietud.


Tus suaves caricias y tus salvajes mordidas me han dejado muda, me han dejado inerte.
Me he descubierto recordando tu cabello al mirar el sol. He buscado la melodía de tu voz por todos lados y no he tenido suerte.


¿Cómo le pido a los músicos que repliquen el sonido de tu arete al tocar tus dientes?
¿Cómo le pido a los poetas que, en cinco estrofas, expliquen el misterio que eres?
¿Cómo le pido a los pintores que plasmen los colores que sudas?
¿Cómo le pido a esta pobre mortal que, en unas cuantas líneas, logre explicar por qué la dejas muda?


Azar

Te quisiera escribir tantas cosas, decirte muchas más.
Te quisiera besar, tocar y abrazar. Dormir a tu lado y escucharte respirar.
Perderme en tus ojos y labios, embriagarme de tu olor.
Dejarte ser libre y a tu lado, volar.


Eres caos, eres viento, eres como mi cigarrillo matutino:
embriagante, inspirador y todo un vicio.
Pestañas como lluvia al caer, cabellos de manzanilla
ojos dulces como la miel, hombre hecho capricho.


No busco ataduras, no quiero compromisos.
No busco más que tus besos y tu abrigo.
Pasión desbordada, marcas en mi cuello.
Tus manos en mi pelo, mi mayor anhelo.
El insomnio de mis noches, mi triste consuelo.


De poesía barata te puedo llenar,
con palabras vacías no te quiero hartar.
Horas a tu lado que han sido aventura,
estar contigo ha sido toda fortuna.


Unas líneas escritas por una loca,
de triste figura y alma rota.
Un encendedor, un par de aretes,
incontables sueños en donde tú apareces.


Personas de alas rotas, de alma quebrantada.
Juntos no somos más que una incompleta baraja.


Un arete y un encendedor

Me gusta quedarme con objetos pequeños de las personas que conozco y que valen la pena. Pero ayer, ayer yo me quería quedar contigo y no con tu arete. 
- V. 


Un jardín con algunas plantas regadas por aquí y por allá, una madrugada húmeda y lodo bajo nuestros pies. Un intercambio de ideas tan intenso que me hizo pensar que te conozco de otra vida. Tus manos encendiendo un cigarrillo, el entrecerrar de tus párpados al exhalar sendas bocanadas de humo. Tus ojos coquetos invitándome a besarte, tus labios encontrando mi cuello. De aliens, filosofía, amor, humanidad e ideales corrieron las frases.

Una habitación, una cama individual y cobijas sobre nuestros cuerpos. Fuertes palabras saliendo de tu boca, yo aceptándolas y correspondiéndolas. Ideas fugaces, aún sin definir; muchos planes. Impaciencia. Tiempo. Intriga. ¿Qué hicieron de nosotros tres cajetillas de cigarros e infinidad de cervezas? Nos convirtieron en honestidad; fuimos sinceridad.
Dormí tranquila, sin prisas. Dormí sin más sueños que los que unas horas antes habíamos comentado. Al despertar, el olor a leña que desprendía tu cabello me embriagó. El Sol colándose cínico a través de la ventana e iluminando el desorden de la recámara: fotografía en sepia. La cabeza me martilleaba pero el ver tus pestañas a milímetros de mí, me reconfortaba. Saliste de la cama y yo tatué en mi sentido del tacto los últimos momentos que estuvimos recostados hombro con hombro. Tu sonrisa me obligó a despertar de buen humor.

Quise parar el tiempo, pero no me hizo caso el desdichado. Quise congelar los instantes en los que, sentados frente a frente, me mirabas a los ojos; quise que te quedaras viéndome por siempre. Pero tú, maestro de lunares, sacaste tu cámara y me fotografiaste ¡Tramposo! tú sí detuviste el tiempo y no me invitaste.

Salí de la cama. Noté la falta de uno de mis aretes, y me dijiste que lo buscarías para conservarlo. Te sonreí y te conté la historia de cómo esos zarcillos, aunque en varias ocasiones han estado a punto, nunca se habían perdido. Deliberadamente dejé que mi arete se escondiera en tu recámara para que tú lo guardes; porque así lo quiero, porque así lo quieres, porque me agrada que tengas un pequeño objeto mío contigo, porque así soy de idiota.

Fumadores empedernidos, los encendedores de cada uno nunca se separan de nuestros bolsillos. Los adictos a la nicotina sabemos que un encendedor es vital en nuestra vida, en nuestro día a día, en esos minutos de adicción. Los que envenenamos consciente y placenteramente nuestros pulmones, sabemos que la pérdida de un encendedor deja un nudo de desazón. Sin importar todo lo anterior, te pedí conservaras mi encendedor rojo con la esperanza de que también quieras conservar mis pulmones, mi caja torácica y el músculo más importante de mi cuerpo: mi corazón.

En la puerta de tu casa, cincuenta besos no fueron suficientes para despedirnos. En la puerta de tu casa, quería gritar que me volviste loca. El veneno de tus mordidas me ha intoxicado gravemente y no, no quiero ir al hospital.