Un arete y un encendedor

Me gusta quedarme con objetos pequeños de las personas que conozco y que valen la pena. Pero ayer, ayer yo me quería quedar contigo y no con tu arete. 
- V. 


Un jardín con algunas plantas regadas por aquí y por allá, una madrugada húmeda y lodo bajo nuestros pies. Un intercambio de ideas tan intenso que me hizo pensar que te conozco de otra vida. Tus manos encendiendo un cigarrillo, el entrecerrar de tus párpados al exhalar sendas bocanadas de humo. Tus ojos coquetos invitándome a besarte, tus labios encontrando mi cuello. De aliens, filosofía, amor, humanidad e ideales corrieron las frases.

Una habitación, una cama individual y cobijas sobre nuestros cuerpos. Fuertes palabras saliendo de tu boca, yo aceptándolas y correspondiéndolas. Ideas fugaces, aún sin definir; muchos planes. Impaciencia. Tiempo. Intriga. ¿Qué hicieron de nosotros tres cajetillas de cigarros e infinidad de cervezas? Nos convirtieron en honestidad; fuimos sinceridad.
Dormí tranquila, sin prisas. Dormí sin más sueños que los que unas horas antes habíamos comentado. Al despertar, el olor a leña que desprendía tu cabello me embriagó. El Sol colándose cínico a través de la ventana e iluminando el desorden de la recámara: fotografía en sepia. La cabeza me martilleaba pero el ver tus pestañas a milímetros de mí, me reconfortaba. Saliste de la cama y yo tatué en mi sentido del tacto los últimos momentos que estuvimos recostados hombro con hombro. Tu sonrisa me obligó a despertar de buen humor.

Quise parar el tiempo, pero no me hizo caso el desdichado. Quise congelar los instantes en los que, sentados frente a frente, me mirabas a los ojos; quise que te quedaras viéndome por siempre. Pero tú, maestro de lunares, sacaste tu cámara y me fotografiaste ¡Tramposo! tú sí detuviste el tiempo y no me invitaste.

Salí de la cama. Noté la falta de uno de mis aretes, y me dijiste que lo buscarías para conservarlo. Te sonreí y te conté la historia de cómo esos zarcillos, aunque en varias ocasiones han estado a punto, nunca se habían perdido. Deliberadamente dejé que mi arete se escondiera en tu recámara para que tú lo guardes; porque así lo quiero, porque así lo quieres, porque me agrada que tengas un pequeño objeto mío contigo, porque así soy de idiota.

Fumadores empedernidos, los encendedores de cada uno nunca se separan de nuestros bolsillos. Los adictos a la nicotina sabemos que un encendedor es vital en nuestra vida, en nuestro día a día, en esos minutos de adicción. Los que envenenamos consciente y placenteramente nuestros pulmones, sabemos que la pérdida de un encendedor deja un nudo de desazón. Sin importar todo lo anterior, te pedí conservaras mi encendedor rojo con la esperanza de que también quieras conservar mis pulmones, mi caja torácica y el músculo más importante de mi cuerpo: mi corazón.

En la puerta de tu casa, cincuenta besos no fueron suficientes para despedirnos. En la puerta de tu casa, quería gritar que me volviste loca. El veneno de tus mordidas me ha intoxicado gravemente y no, no quiero ir al hospital.