Pláticas perdidas

* escrito originalmente en agosto de 2019

Resulta inútil tratar de ignorar los ruidos y olores a mi alrededor: es el viaje de las 7pm en la línea 2 del Metro de la CDMX. Hace calor, huele a cansancio y mi único entretenimiento son los carros que circulan sobre Tlalpan.

Suena la alerta del cierre de puertas. La gente se empuja para tratar de romper las leyes de la física y lograr que dos cuerpos ocupen el mismo espacio: la misión es exitosa.

De pronto, una persona llama mi atención. Tras los anteojos, sus ojos se cierran con fuerza; tiene los hombros tensos y lleva una gorra negra. "Me llamo Ernesto y sufro de autismo. No tengo familia ni apoyo y necesito comprar medicamentos" dice el pedazo de cartón que estruja nerviosamente con las manos. 

La señora da biberón a su bebé, la mujer lee un libro, la anciana con la mirada perdida. Yo observo atentamente. 

El hombre mira hacia el piso, no toca a nadie y aprieta la mandíbula continuamente. 

Ernesto está parado justo frente a la puerta. Cuando el tren entra a la estación - sin mover la mirada del piso - le dice a una señora que no se preocupe, que ahorita se quita de ahí, que sabe que es un “estorbo”. La alerta del metro suena otra vez y las leyes de la física vuelven a la normalidad. 

Al llamarlo por su nombre, él voltea. Le digo que no es ningún estorbo. Me responde que así lo ha hecho sentir la sociedad: como si tuviera el poder de ser invisible. Ernesto se balancea rítmicamente y mueve las manos suavemente. Aprieta los ojos al hablar. Transpira magia y soledad; amabilidad y tristeza. 

Le pregunto sus pasatiempos. Me cuenta que gusta de la lectura y la música y que perdió  su celular la semana pasada. Menciona que le gusta la ciencia ficción. En su opinión, actualmente vivimos en 1984 de Orwell o en El Mundo Feliz de Huxley. 

Le gusta el internet pero no el uso que la gente le ha dado. Dice que en facebook tiene amigos en Kuala Lumpur y sigue al rey de algún país oriental, cuyo nombre olvidé, a quien considera un personaje interesante. La charla continúa. Se entera que estudio periodismo. Ernesto no envidia mi profesión porque en México matan periodistas. 

Y platicamos, platicamos, platicamos durante no sé cuántas estaciones del metro. Cuando llego a mi destino, así se lo dejo saber. Ernesto dice que fue un placer conocerme y me pide un favor: que compre un arma y aprenda a usarla cuando me reciba de periodista.

Suena la alerta del cierre de puertas de nuevo. Desde el andén, observo cómo Ernesto se funde en una ráfaga de color naranja. Y a mí me queda una pregunta en la cabeza: ¿de cuántas pláticas nos hemos perdido por interactuar más con un teléfono móvil que con un ser humano?