Mierda y caramelo


Me considero una persona observadora. Siempre miro hacia un lado o hacia otro, siempre me asombro con lo que puedo captar con mis ojos.

Sin embargo, esta ¿cualidad? mía me hace ver la realidad tal cual es: sin cobertura de azúcar, sin cubierta de chocolate, sin una capa de fondant. Miro el mundo así como es: tangible y asqueroso.

Pesimista, algunos me dicen. Y otros tantos, negativa me apodan. Pero a mí no me importa. Sé que la existencia se vive en escala de grises: de los blancos hasta los negros, con absolutos y detalles.


Mucha gente siempre me dice que tal vez debería intentar ver el mundo con otros ojos. ¿Con otros ojos? ¿Y qué hago con los que tengo? Tal vez, buscan que vacíe mis cuencas oculares de realidad y las llene de ilusiones. Pero, ¿cómo puedo lograr esto?

Se me ocurre que puedo raspar mis globos oculares con una cuchara hasta que no quede más. Después, con el mismo utensilio, llenarme las cuencas con helado y pastel; con polvo de hadas e ideas absurdas; con cuentos rosas y príncipes azules.

La otra opción que se me ocurre, es tomar un encendedor y quemarlos: desde el iris hasta el nervio óptico. Y después, con la misma flama derretir un par de bombones hasta que tomen la forma de esos hoyos que antes fueron ojos.

Ambas ideas suenan bien. Pero, ¿de qué serviría? No de mucho, creo yo. Esos ojos de azúcar me impedirían observar la fragilidad de la moral humana, me privarían del claroscuro de las pasiones. Qué hastío únicamente admirar los dulces colores; qué aburrido tener la percepción petrificada en caramelo.

Afortunadamente, me rehúso a perder mis órganos de la visión. Me agradan mis ojos del color de la mierda del universo. Me agradan mis ojos cafés.

Ese escrutinio color bebida matutina fue el que, hace un par de días durante las horas de la tarde, me permitieron darme cuenta de una importante verdad: incluso a través de la más pequeña rendija, se pueden ver caminos hacia destinos desconocidos.

Quién sabe, tal vez de vez en cuando no sea tan malo ver con otros ojos.