Caballos de espuma

La arena quemaba bajo nuestros pies. Las olas del mar inundaban mis oídos con su rugir indomable. Los caballos de espuma están enojados hoy - te dije - y continué admirando tus cabellos de manzanilla y ojos de miel. 

Me miraste y sonreíste. Y yo, floté. Estaba perdidamente enamorada de ti; de tu esencia, de tus roturas y de tus defectos. Maldita sea, estaba enamorada de las pláticas, de las risas, de los abrazos, de los desvelos. Estaba enamorada de las horas, de los minutos, de los cigarros, de las siestas, de los desayunos y de las comidas a tu lado. 

Estaba enamorada de tus ojos, de tus manos, de tus pies. E incluso estaba enamorada de tu errónea creencia de que las arañas son insectos. Estaba enamorada de tus silencios, de tus palabras, de tus risas. Estaba enamorada de ti completa y perdidamente.

El espejismo de un beso se coló en la realidad. El calor de tus manos, la textura de tus labios deshidratados y el olor de tu cuello me transportaron a una dimensión alterna. Los caballos de espuma se callaron, el Sol dejó de quemar y la arena bajo mis pies se convirtió en algodón. El cielo tomó el color amarillento de tus ojos y el viento aulló tu nombre. Yo me convertí en víctima de tus caricias. 

El mundo se tiñó de rojo. Fundidos en un abrazo interminable nos fuimos a dormir. Soñé contigo y una realidad distinta. Una realidad en donde tú y yo jugábamos a ser felices. Un lugar en donde la lluvia nos tocaba sin mojarnos. Un espacio en donde nada nos importaba más que amarnos. Un momento congelado en el que el silencio nos arropó y las palabras sobraron. Un instante en donde sólo fuimos tú y yo sin que los alrededores nos molestaran. 

Te besé interminablemente. Te toqué indiscriminadamente. Te amé irremediablemente. En ese minuto de eternidad, mis deseos más profundos se materializaron en tu piel con tatuajes, en tu lengua con arete, en tu risa melodiosa. 

Mis ojos se perdieron entre los pliegues de tus labios. De repente, olvidé cómo hablar español y mi lengua únicamente podía pronunciar tu nombre y apellidos. Ay Núñez, ¿qué hiciste de mí? - te grité con coraje - y dejé que la espada de tu amor no declarado me destruyera las entrañas y el corazón. 

Cuando abrí los ojos, tu olor inconfundible mezcla de tequila con Marlboro impregnó el ambiente. Tu espalda plagada con todas las constelaciones del Universo me saludó. Te volteaste y miraste mi boca, acariciaste mi mejilla, te internaste en mis ojos y yo supe que jamás volvería a ser la misma. Entendí en ese instante que había envenenado mi corazón y que jamás podría amar a nadie con la misma intensidad que a ti. Y comprendí que Nuria Monfort, de la obra de Zafón, y yo, compartimos el mismo dolor: las dos amábamos a un hombre perdido en su propio planeta.

La realidad me llamó de regreso. Y yo, perdidamente enamorada de ti, me dejé consumir por la espuma del mar. Me hundí irremediablemente en el océano azul sabiendo que jamás te volvería a tocar.

Pláticas perdidas

* escrito originalmente en agosto de 2019

Resulta inútil tratar de ignorar los ruidos y olores a mi alrededor: es el viaje de las 7pm en la línea 2 del Metro de la CDMX. Hace calor, huele a cansancio y mi único entretenimiento son los carros que circulan sobre Tlalpan.

Suena la alerta del cierre de puertas. La gente se empuja para tratar de romper las leyes de la física y lograr que dos cuerpos ocupen el mismo espacio: la misión es exitosa.

De pronto, una persona llama mi atención. Tras los anteojos, sus ojos se cierran con fuerza; tiene los hombros tensos y lleva una gorra negra. "Me llamo Ernesto y sufro de autismo. No tengo familia ni apoyo y necesito comprar medicamentos" dice el pedazo de cartón que estruja nerviosamente con las manos. 

La señora da biberón a su bebé, la mujer lee un libro, la anciana con la mirada perdida. Yo observo atentamente. 

El hombre mira hacia el piso, no toca a nadie y aprieta la mandíbula continuamente. 

Ernesto está parado justo frente a la puerta. Cuando el tren entra a la estación - sin mover la mirada del piso - le dice a una señora que no se preocupe, que ahorita se quita de ahí, que sabe que es un “estorbo”. La alerta del metro suena otra vez y las leyes de la física vuelven a la normalidad. 

Al llamarlo por su nombre, él voltea. Le digo que no es ningún estorbo. Me responde que así lo ha hecho sentir la sociedad: como si tuviera el poder de ser invisible. Ernesto se balancea rítmicamente y mueve las manos suavemente. Aprieta los ojos al hablar. Transpira magia y soledad; amabilidad y tristeza. 

Le pregunto sus pasatiempos. Me cuenta que gusta de la lectura y la música y que perdió  su celular la semana pasada. Menciona que le gusta la ciencia ficción. En su opinión, actualmente vivimos en 1984 de Orwell o en El Mundo Feliz de Huxley. 

Le gusta el internet pero no el uso que la gente le ha dado. Dice que en facebook tiene amigos en Kuala Lumpur y sigue al rey de algún país oriental, cuyo nombre olvidé, a quien considera un personaje interesante. La charla continúa. Se entera que estudio periodismo. Ernesto no envidia mi profesión porque en México matan periodistas. 

Y platicamos, platicamos, platicamos durante no sé cuántas estaciones del metro. Cuando llego a mi destino, así se lo dejo saber. Ernesto dice que fue un placer conocerme y me pide un favor: que compre un arma y aprenda a usarla cuando me reciba de periodista.

Suena la alerta del cierre de puertas de nuevo. Desde el andén, observo cómo Ernesto se funde en una ráfaga de color naranja. Y a mí me queda una pregunta en la cabeza: ¿de cuántas pláticas nos hemos perdido por interactuar más con un teléfono móvil que con un ser humano?

Mierda y caramelo


Me considero una persona observadora. Siempre miro hacia un lado o hacia otro, siempre me asombro con lo que puedo captar con mis ojos.

Sin embargo, esta ¿cualidad? mía me hace ver la realidad tal cual es: sin cobertura de azúcar, sin cubierta de chocolate, sin una capa de fondant. Miro el mundo así como es: tangible y asqueroso.

Pesimista, algunos me dicen. Y otros tantos, negativa me apodan. Pero a mí no me importa. Sé que la existencia se vive en escala de grises: de los blancos hasta los negros, con absolutos y detalles.


Mucha gente siempre me dice que tal vez debería intentar ver el mundo con otros ojos. ¿Con otros ojos? ¿Y qué hago con los que tengo? Tal vez, buscan que vacíe mis cuencas oculares de realidad y las llene de ilusiones. Pero, ¿cómo puedo lograr esto?

Se me ocurre que puedo raspar mis globos oculares con una cuchara hasta que no quede más. Después, con el mismo utensilio, llenarme las cuencas con helado y pastel; con polvo de hadas e ideas absurdas; con cuentos rosas y príncipes azules.

La otra opción que se me ocurre, es tomar un encendedor y quemarlos: desde el iris hasta el nervio óptico. Y después, con la misma flama derretir un par de bombones hasta que tomen la forma de esos hoyos que antes fueron ojos.

Ambas ideas suenan bien. Pero, ¿de qué serviría? No de mucho, creo yo. Esos ojos de azúcar me impedirían observar la fragilidad de la moral humana, me privarían del claroscuro de las pasiones. Qué hastío únicamente admirar los dulces colores; qué aburrido tener la percepción petrificada en caramelo.

Afortunadamente, me rehúso a perder mis órganos de la visión. Me agradan mis ojos del color de la mierda del universo. Me agradan mis ojos cafés.

Ese escrutinio color bebida matutina fue el que, hace un par de días durante las horas de la tarde, me permitieron darme cuenta de una importante verdad: incluso a través de la más pequeña rendija, se pueden ver caminos hacia destinos desconocidos.

Quién sabe, tal vez de vez en cuando no sea tan malo ver con otros ojos.

A Ulises



Hoy son 5 y traigo una playera de Megadeth, estoy vestida de metalerita.
Hoy son 5 y recuerdo bien esas pedas en Las Escaleritas.

Siempre te recuerdo pues de mí no te has ido. Siempre te pienso, tu recuerdo sigue vivo.

1825 días han pasado desde que recibí el mensaje que anunciaba tu partida, 1825 días desde que dejaste sola tu pipa.

Entre películas y música, siempre te vi.
Entre humos y burbujas, un poco de ti.

El otro día soñé con fractales como los de tu espalda. El otro día recordé como se escuchaban tus carcajadas.

De añil pinté un cachito de mi ser y de violeta todo mi querer. 
De verde se llenaron mis pulmones y de rojo todas tus canciones.

De Terry Gilliam a Luis Buñuel, todas acompañadas de tu miel. De Megadeth a Pink Floyd, agridulce el día de hoy.

La nece(si)dad del olvido



De tus fotos y de las mías;
fragmentos de tiempo congelados.
De tus besos y tus caricias;
recuerdos que merecen ser olvidados.

De ti quise mis días: de tu sonrisa tímida,
de tu mirada perdida y tu estridente voz.
De las plumas de tus alas quise mis almohadas,
del vaso de tu silencio bebo mi alcohol.

He perdido la cuenta de las líneas que te he escrito,
he perdido la cuenta de los tragos contigo.
He perdido la cuenta de las lágrimas derramadas,
recuerdo cada una de las horas quemadas.

Mi café se ha terminado,
mis ojos no pueden llorar
y en mi cuerpo un deseo tatuado:
nunca dejarte de olvidar.








Menuda estupidez


A veces quisiera morir. Así, sin más. Desvanecerme, huir, desaparecer, dejar de existir. 

Sin embargo, las ideas me corroen: ¿qué hay después de la muerte? ¿duele? ¿me iré al infierno? ¿existen un cielo y un infierno? Menuda pendejada. 

La sociedad nos ha enseñado a temerle a la muerte porque, ¡vivir es maravilloso!, según ellos. Maldita sea, ¿qué hay de los renegados que nos cansa la existencia misma? Carajo, cómo desearía que mi cerebro a veces se callara; qué cansado es sentir mi corazón latir. 

La realidad - mi realidad - es una constante lucha por no suicidarme cada mañana; es una constante lucha por salir de la cama. ¿Y todo para qué? Para que llegue un fulano a decirme que la vida es maravillosa y que debería estar feliz de poder estar viva un día más. ¿Estar viva un día más? Como yo veo las cosas, cada día que pasa me acerca más a la muerte. Entonces, ¿cómo quieres estar vivo cuando cada día tu cuerpo se atrofia más, tus vicios te corroen implacablemente, el sexo se vuelve monótono? Menuda estupidez. 

Si yo no me quiero sentir viva, no lo haré. Si yo quiero beber, comer, coger, dormir y tirarme a la autodestrucción masiva, lo haré. Si tomar actitudes insanas es disfrutar, y si puedo disfrutar de la corrupción de mi carne ¡a la mierda todo! lo voy a hacer gustosa. Si tener altos niveles de nicotina en mi sistema, me hace estar en paz y tranquila, ¿A qué tienen que venir fulanos - con un alto sentido de falsa moralidad - a indicarme que voy por mal camino? 

A mis veintiséis años, he descubierto que la línea que separa al bien del mal, es tan delgada y frágil que una simple pluma la puede destrozar. Así, como en este preciso instante. Así, como cada minuto que pasa. 


Muda

Te quería escribir un poema, pero la métrica y el número de sílabas me atrapan, no me dejan volar.
Las palabras no quieren rimar, las frases no logro acomodar, los pensamientos se comienzan a arremolinar.
Te quiero decir tantas cosas, sin embargo, las prefiero callar.


Te regalaría un diccionario y en él, resaltaría las palabras que me recuerden los momentos, los olores y las sensaciones que has grabado en mi alma y cuerpo.
Te regalaría una caja de lápices y en ella, destacaría todos los colores que evocan tu voz, que acentúan tus texturas y que de ti, dibujan un fragmento.


Te quisiera dar todas las nubes en el cielo,
y todas las estrellas del universo.
No eres un ser perfecto, no eres un ser ideal,
eres como el arte: inefable e intenso.


El arte no es hermoso y no está libre de defectos: el arte provoca, el arte mueve, el arte expresa y con eso quiero inundar todas mis mañanas.
Los lugares más bellos y recónditos del planeta no reflejan el misterio de tus ojos, la suavidad de tus manos y mucho menos, la textura de tus pestañas.


Las madrugadas, desde que te conozco, han sido motivo de ideas, de inspiración, de libertad y de plenitud.
La montaña de desastre que soy ha sido cubierta con tu polvo de estrellas y su quietud.


Tus suaves caricias y tus salvajes mordidas me han dejado muda, me han dejado inerte.
Me he descubierto recordando tu cabello al mirar el sol. He buscado la melodía de tu voz por todos lados y no he tenido suerte.


¿Cómo le pido a los músicos que repliquen el sonido de tu arete al tocar tus dientes?
¿Cómo le pido a los poetas que, en cinco estrofas, expliquen el misterio que eres?
¿Cómo le pido a los pintores que plasmen los colores que sudas?
¿Cómo le pido a esta pobre mortal que, en unas cuantas líneas, logre explicar por qué la dejas muda?


Azar

Te quisiera escribir tantas cosas, decirte muchas más.
Te quisiera besar, tocar y abrazar. Dormir a tu lado y escucharte respirar.
Perderme en tus ojos y labios, embriagarme de tu olor.
Dejarte ser libre y a tu lado, volar.


Eres caos, eres viento, eres como mi cigarrillo matutino:
embriagante, inspirador y todo un vicio.
Pestañas como lluvia al caer, cabellos de manzanilla
ojos dulces como la miel, hombre hecho capricho.


No busco ataduras, no quiero compromisos.
No busco más que tus besos y tu abrigo.
Pasión desbordada, marcas en mi cuello.
Tus manos en mi pelo, mi mayor anhelo.
El insomnio de mis noches, mi triste consuelo.


De poesía barata te puedo llenar,
con palabras vacías no te quiero hartar.
Horas a tu lado que han sido aventura,
estar contigo ha sido toda fortuna.


Unas líneas escritas por una loca,
de triste figura y alma rota.
Un encendedor, un par de aretes,
incontables sueños en donde tú apareces.


Personas de alas rotas, de alma quebrantada.
Juntos no somos más que una incompleta baraja.


Un arete y un encendedor

Me gusta quedarme con objetos pequeños de las personas que conozco y que valen la pena. Pero ayer, ayer yo me quería quedar contigo y no con tu arete. 
- V. 


Un jardín con algunas plantas regadas por aquí y por allá, una madrugada húmeda y lodo bajo nuestros pies. Un intercambio de ideas tan intenso que me hizo pensar que te conozco de otra vida. Tus manos encendiendo un cigarrillo, el entrecerrar de tus párpados al exhalar sendas bocanadas de humo. Tus ojos coquetos invitándome a besarte, tus labios encontrando mi cuello. De aliens, filosofía, amor, humanidad e ideales corrieron las frases.

Una habitación, una cama individual y cobijas sobre nuestros cuerpos. Fuertes palabras saliendo de tu boca, yo aceptándolas y correspondiéndolas. Ideas fugaces, aún sin definir; muchos planes. Impaciencia. Tiempo. Intriga. ¿Qué hicieron de nosotros tres cajetillas de cigarros e infinidad de cervezas? Nos convirtieron en honestidad; fuimos sinceridad.
Dormí tranquila, sin prisas. Dormí sin más sueños que los que unas horas antes habíamos comentado. Al despertar, el olor a leña que desprendía tu cabello me embriagó. El Sol colándose cínico a través de la ventana e iluminando el desorden de la recámara: fotografía en sepia. La cabeza me martilleaba pero el ver tus pestañas a milímetros de mí, me reconfortaba. Saliste de la cama y yo tatué en mi sentido del tacto los últimos momentos que estuvimos recostados hombro con hombro. Tu sonrisa me obligó a despertar de buen humor.

Quise parar el tiempo, pero no me hizo caso el desdichado. Quise congelar los instantes en los que, sentados frente a frente, me mirabas a los ojos; quise que te quedaras viéndome por siempre. Pero tú, maestro de lunares, sacaste tu cámara y me fotografiaste ¡Tramposo! tú sí detuviste el tiempo y no me invitaste.

Salí de la cama. Noté la falta de uno de mis aretes, y me dijiste que lo buscarías para conservarlo. Te sonreí y te conté la historia de cómo esos zarcillos, aunque en varias ocasiones han estado a punto, nunca se habían perdido. Deliberadamente dejé que mi arete se escondiera en tu recámara para que tú lo guardes; porque así lo quiero, porque así lo quieres, porque me agrada que tengas un pequeño objeto mío contigo, porque así soy de idiota.

Fumadores empedernidos, los encendedores de cada uno nunca se separan de nuestros bolsillos. Los adictos a la nicotina sabemos que un encendedor es vital en nuestra vida, en nuestro día a día, en esos minutos de adicción. Los que envenenamos consciente y placenteramente nuestros pulmones, sabemos que la pérdida de un encendedor deja un nudo de desazón. Sin importar todo lo anterior, te pedí conservaras mi encendedor rojo con la esperanza de que también quieras conservar mis pulmones, mi caja torácica y el músculo más importante de mi cuerpo: mi corazón.

En la puerta de tu casa, cincuenta besos no fueron suficientes para despedirnos. En la puerta de tu casa, quería gritar que me volviste loca. El veneno de tus mordidas me ha intoxicado gravemente y no, no quiero ir al hospital.